Santana
Sábado, 07 de marzo de 2009 a las 22:57
Hace 37 años salí a ver y escuchar a Carlos Santana en el Hiram Bithorn. Yo tenía 15 años. Era el 1972. Yo vivía en Puerto Nuevo frente a uno de los portones de la reserva del army, en la calle Belcaire. Estudiaba el décimo grado en la Academia Santa Mónica de Santurce. Tenía el pelo largo con la partidura en el medio y me pasaba jangueando con la clase de mi hermano mayor que estaba en cuarto año.
Para el concierto, quedé de ir con Toñito, un pana de mi hermano que estaba en cuarto año y tenía una motora Honda 100. No recuerdo por qué en mi casa no había nadie antes de que Toñito pasara por mí. Así que se me ocurrió coger una frisa de varios colores y rayas y hacerme una camisa con ella para ir a ver a Santana. La puse en el piso de la sala, me acosté encima de ella con los brazos extendidos y con una crayola tracé la línea que marcaba mi cuerpo. Luego con una tijera corté un primer lado y después de cortado lo puse encima de la tela restante, la tracé de nuevo y volví a cortar la tela. Luego con aguja e hilo cosí ambas partes y me la puse.
Toñito llegó y se rió al verme con la camisa, pero dijo que estaba cañona. Me monté en la motora y salimos pa’l parque. No recuerdo si fue en la motora o si paramos, pero de camino al concierto nos fumamos el primer gallo. Yo iba en aquella motora como en un sueño. Iba a ver a Santana en persona. Santana, esa guitarra eléctrica latina que pareciéndose a nosotros estaba a la vez en el mismo centro de la música rock que nos encantaba a todos. El mismo Santana de Woodstock. ¡Brother que loco!
Llegamos al parque. Nos fuimos por la parte de atrás, detrás de la verja de los jonrones. Allí habíamos más de 200 jóvenes tratando de colarnos subiendo por unos especie de cuartones que están pegados a la pared. Todavía están allí. También estaba la policía tratando de evitar que nos coláramos. Había un corre y corre cabrón. Toñito y yo, que éramos bajitos y estábamos arrebataos, nos ayudamos y logramos brincar.
Al otro lado estaba la grama del parque de pelota llena de montones y montones de pelús y muchachas con camisitas hindús sin brassieres con las tetitas paraítas. Brother, yo había llegado al paraíso, a Shangrilá, a Woodstock, a Central Park. Tocaba una banda de la que no recuerdo el nombre. Toñito y yo encendimos otro gallo y de momento se me perdió Toñito. No sé dónde fue a parar. Yo seguí caminando hasta que llegué a un círculo donde todos y todas estaban fumando en una machina. O sea que se lo pasaban de uno al otro y así y así. Yo me coloqué y riendo y vacilando y fumando, seguía la corriente. Todos y todas estaban locos con mi camisa de frisa.
En eso me encuentro con otro amigo del colegio, de mi grado, y de quién tampoco recuerdo el nombre, y se enchula de mi camisa. Y me la pide. Me la pide como mil veces. El andaba con una mami lindísima que también me rogaba que se la diese. Yo tenía un arrebato tan cabrón que sólo veía los ojitos lindos de aquella mami y me reía. Bueno que terminé quitándome la camisa y dándosela al amigo, pero realmente, yo como que quería dársela a la muchacha. Era confuso. Realmente yo quería que ella se quitara la suya y verle bien las lindas tetas que se le dibujaban a través de la camisa hindú. Pero, creo que no sucedió.
Seguimos fumando y como que mi amigo y su mami también desaparecieron. Y ahí fue que fue. Se me trepó el mono. De momento boooooom…. Me explotó un arrebato bien cabrón. Estaba totalmente perdido y me entró la paranoia, esa de que el arrebato no va a bajar y de que me jodí. Entonces se me ocurre que debo irme para casa, tranquilizarme y después volver. Sí, sí, en casa se me quitaba todo y volvería.
Me oriento un poco en busca de la salida. Veo los dogouts y una fila de gente que viene entrando al infield. Si ellos pueden entrar por ahí yo también puedo salir, pensé. Cuando llego, me encuentro con uno de mis panas fuertes de Puerto Nuevo que también tocaba guitarra y que era (es) otro fiebrú de Santana. Sus papás no lo dejaron venir solo y vinieron con él.
Mi pana y sus papás… y yo con este arrebato. Para evitarlos trato de brincar por otro lado del dogout pero lo que me pasa es que me preparo, corro hacia el dogout para brincar y en el momento que debo brincar me detengo, miro el dogout y vuelvo hacia atrás a prepararme para brincar otra vez. Para mí, yo hice eso como 400 veces y siempre me detenía antes de brincar.
No recuerdo bien cómo logré solucionar el problema del brinco, pero sí recuerdo que hablé con mi pana y sus papás no sé de qué y que pude alcanzar la avenida. Cuando salí comencé a caminar en lo que creía era la dirección de mi casa. Sin embargo de momento me encuentro en la intersección de la Roosevelt y la Ave. Muñoz Rivera. Tuve que virar, pasar de nuevo por frente el parque donde ya estaba tocando Santana, que se oía hasta afuera, y así pude llegar a casa.
Pasaron los años y Santana volvió a Puerto Rico y tocó en la cancha Pepín Cestero de Bayamón. Cierto es. Allí habíamos como unas trescientas personas solamente. Era que para aquel tiempo Santana estaba metido creo que en la religión hindú y había decaído su fanaticada. No tocó sus melodías famosas y era una música más bien contemplativa y suave.
No lo pude volver a ver hasta antes de ayer (7 de marzo de 2009). Fui con Sebastián, mi hijo de trece años, quien también es un fanático de Santana, y Judith. Era parte del regalo de cumpleaños de Sebastián. El concierto fue esta vez en el Choliseo y pagamos las entradas. Me fijé en que el promedio de edad de los asistentes era de unos treinta y pico. Había jóvenes y adultos, pero predominaban los maduritos. Un público que no brincaba por el campo de baseball, ni fumaba marihuana, ni las chicas bailaban con sus hermosas tetas deseadas a través de sus camisitas hindús. No. Era un público más domesticado y acostumbrado a la docilidad.
37 años después de haber salido de mi casa con mi camisa de frisa por fin pude ver al gran Santana. Un Santana más viejo, un Santana que ya no emblematiza el modo de vida que todos deseábamos: que la vida fuese otra cosa más vital, más sincera, más mejor. Un Santana tan dócil como aquel público. Hasta musicalmente más dócil. Y no es que le reclame que no deba serlo, no, solamente menciono el hecho.
Sin embargo, la belleza de su música, aunque haya llegado hasta tocar un merengue flojísimo, permanece. Por poco se me salen las lágrimas al escuchar Europa. ¡Qué melodía tan linda! Me alegra que Sebastián comparta la pasión por esa belleza. De lo que sí me arrepiento es de no haberme cosido una camisa para este concierto. ¡Ah! y otra para Sebastián.